La inflación alimentaria ha dejado de ser únicamente un fenómeno económico para convertirse en una preocupación urgente de salud pública. Desde la epidemiología nutricional, se reconoce como un determinante estructural de la malnutrición, con efectos visibles y alarmantes: millones de personas en el mundo comen peor, menos o, simplemente, no comen. Y eso enferma y mata.
Según el informe El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2025, elaborado por FAO, FIDA, OMS, PMA y UNICEF, 34 millones de personas en América Latina y el Caribe enfrentaron hambre en 2024. Esta cifra representa el 5,1 % de la población regional. Aunque el dato mejora respecto al 6,1 % registrado en 2020, la inseguridad alimentaria sigue presente tanto en zonas rurales como urbanas.
De igual forma, la prevalencia de inseguridad alimentaria moderada o grave en la región afecta a una cuarta parte de la población, ligeramente por debajo del promedio mundial. Además, el número de personas que no podían costear una dieta saludable disminuyó levemente, al igual que el indicador de inasequibilidad de los alimentos saludables. Sin embargo, estos avances son frágiles frente a la presión inflacionaria, que amenaza con revertir los logros alcanzados en la región en los últimos años.
Inflación alimentaria: una presión persistente sobre la seguridad nutricional
La inflación alimentaria reciente ha agravado los riesgos para la salud nutricional, especialmente en los sectores más vulnerables. En 2024, América Latina y el Caribe registraron el costo más alto del mundo para una dieta saludable, siendo este de 5,16 dólares de paridad de poder adquisitivo (PPA) por persona al día. Este dato refleja cómo el alza de precios ha restringido el acceso a alimentos frescos y nutritivos, incrementando el riesgo de emaciación infantil, retraso en el crecimiento y otras formas de malnutrición.
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